La raza humana, según la mitología griega, proviene de las cenizas de los titanes pulverizados por el rayo de Zeus, en venganza por la muerte de su hijo Dionisos. Es por esto que el hombre contiene en su naturaleza algo de lo divino proveniente de Dionisio y algo de lo opuesto que proviene de sus enemigos, los Titanes. Así, somos capaces de los absolutos más maravillosos y al mismo tiempo, o quizá precisamente por eso, de los actos más abominables. Arquetipalmente está presente la potencialidad de lo oscuro, oscuro que se representa en las imágenes de lo intolerable.
En esta dualidad nos movemos, ver aquello que sospechamos llevamos dentro nos resulta aterrador, angustiante, intolerable, genera una emocionalidad que no logramos comprender del todo y de la que no podemos escapar, por eso lo evitamos a toda costa.
Planteó hace ya un tiempo, John Cowper Powys en su libro “El arte de olvidar lo insoportable: “Pareciera que estamos por completo perplejos, paralizados incluso, como aturdidos por una profusión de voces contradictorias, en lo que se refiere a nuestra confrontación con la verdad (…) Por una parte, tenemos un duende interior implacable que nos ordena luchar contra las verdades desagradables y por otra, nos fustiga a regodearnos en las más horrendas”…
Pareciera que para vivir debemos tratar de olvidar, vivir pensando en el sufrimiento que cualquiera puede estar soportando en este instante en algún lugar del mundo, resulta intolerable, no podemos tramitarlo emocionalmente… Así, preferimos voltear y mirar el otro lado, el luminoso… nos refugiamos en los únicos absolutos que pueden rescatarnos en medio de tanto horror, una conexión por mínima que sea se convierte en un ancla en medio de una tormenta. Un abrazo, un héroe anónimo, una pintura…